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El año que vivimos peligrosamente.
Por Agustín Marín (Boletín de llamarada de Fuego, nº 14. Julio 1997)
Eran sobre las ocho o las nueve de la tarde de un día de finales de
septiembre de 1977, un año en el que pasaron muchas cosas en nuestro país. Se
vivían unos tiempos muy agitados en plena transición, los que tengan más de
cuarenta se acordarán sin duda. Nuestra recién estrenada Ley de Reforma
Política, las innumerables movilizaciones, las continuas huelgas etc, formaban
un caldo de cultivo que estaba bien calentito. Esa tarde hacía bastante fresco y
ya había oscurecido, yo llevaba mi trenka con en cuello subido, la capucha
puesta, una mano metida en el bolsillo y la otra sujetando una bolsa de plástico
medio llena. Llamé al aldabón de una puerta de la calle Jesús, "¡Ya vaaa!" me
contestaron desde el interior. Pasaron unos cuantos segundos y me abrió la
puerta una mujer de una edad indefinida. Yo andaba con mis 17 añitos y me
parecían todas las mujeres mayores de la misma edad, simplemente "mayores".
- "Señora,¿ tiene usted medicinas que no le hagan falta?, las estamos
recogiendo para enviarlas a las misiones".
Por toda respuesta y sin mediar palabra recibí un portazo en las mismas narices.
De inmediato sentí el sonido inconfundible del cerrojo que atrancaba la puerta
tras una rápida y ágil maniobra de la señora de edad indefinida. Tras un momento
de duda sobre si llamar otra vez o no, abandoné y me dirigí a la puerta de la
vecina.
- "No ha habido suerte, a ver si en la siguiente...", pensé mientras me cambiaba
la bolsa de mano porque se me estaba quedando helada. En efecto, con la vecina
hubo más suerte y casi me terminó de completar la bolsa de plástico. Me puse muy
contento porque la bolsa era grande, de Comercial Jiménez.
Era la primera vez que salíamos a recoger medicinas y no teníamos experiencia.
Ignoro la razón por la que se me ha quedado grabada la imagen de ese día, el
portazo en las narices y el sonido del cerrojo. A veces, recordando esta escena,
me he puesto en el lugar de aquella señora de edad indefinida y siempre me he
contestado lo mismo, yo también habría cerrado el cerrojo ante un tío con una
trenka con la capucha puesta y pidiendo medicinas de noche; a quién se le
ocurre una cosa tan rara?. ¡Pedir medicinas y de noche!. Desde luego en 1977
era una cosa rara. Las huelgas y los encierros se habían convertido en cosas
normales, pero pedir medicinas para los misioneros era otra cosa. Por fortuna
hoy día no es tan raro que alguien se presente pidiendo cosas, hay muchas ONG y
muchos "Fulanos sin fronteras" que piden de todo, hasta tabaco, pero en aquellos
años no había tantos, hablando en plata no había nadie, sólo estaban los
misioneros y los de siempre, los más necesitados.
Después de que habíamos hecho unas cuantas calles nos íbamos con las bolsas de
plástico al Centro Parroquial, en concreto a la que había sido hasta poco antes
la vivienda del coadjutor. Allí descargábamos las medicinas y no sabíamos muy
bien qué hacer con ellas. Lo primero que se nos ocurrió fue clasificarlas por
orden alfabético y poner juntas todas las que eran iguales. Ahora nos parece una
tontería y nos reímos al recordarlo, pero en aquellos primeros tiempos todo era
un mundo nuevo para nosotros. Alguien tuvo una genial idea: "Tiremos las
medicinas caducadas". Manos a la obra. Primero había que buscar las medicinas
que caducaban, que tenían un simbolito como un reloj de arena en la caja. Hoy
todas las medicinas tienen fecha de caducidad, pero entonces no era así, sólo
tenían fecha de caducidad aquellas que, por razones técnicas o químicas, de
verdad se degradaban o perdían su efectividad. Hoy caducan todas las medicinas
no por razones técnicas sino por decreto.
Una vez que habíamos preparado los paquetes como buenamente pudimos nos
informamos de cómo los teníamos que enviar. Los envolvimos en tela y los
cosimos, y con todos los paquetes preparados (la verdad es que quedaban muy
bonitos), con sus etiquetas puestas nos presentamos con la furgoneta de Isidoro
Pérez en la terminal de RENFE de Sevilla. Los íbamos a mandar a Malawi. Me duele
reconocer que hasta ese momento yo no había oído hablar de ese país, en la
escuela no me lo enseñaron, formaba parte de algo genérico, de un saco lleno de
cosas que se llamaba África, sobre el que habíamos pasado de puntillas en
geografía, a nadie le interesaba mucho. Ni siquiera sabía si se pronunciaba "Malavi"
o "Malaui" ni cual era su capital ni si era selva o desierto. Lo primero que
aprendí era que allí había un lugar que se llamaba "Kapiri Mchinji" que era el
destino final de aquel primer envío de setenta y tantos paquetes envueltos en
tela por la vía Sevilla-Francia-Buque-Mozambique. Había que rellenar un montón
de papeles, uno de los cuadritos decía "descripción de la mercancía"; el
funcionario de correos puso "paquete envuelto en tela", era de lo más
descriptivo. Por cada paquete, los remitentes tenían que firmar tres veces, así
que después de más de 200 firmas y otras tantas de Isidoro Pérez nos volvimos a
Mairena en la furgoneta, con los dedos hechos polvo pero con una sonrisa en la
cara, la furgoneta vacía y el ánimo ligero.
Ha llovido mucho desde entonces. Hoy tenemos amigos no sólo en Malawi sino
también en Perú, Cuba, Argentina y Colombia. Los niños que se tomaron las
medicinas de aquel primer envío, si les hizo efecto, y Dios quiera que sí, hoy
serán hombres y mujeres adultos y habrán tenido unos hermosos hijos, puede que
ni se acuerden de aquel septiembre de 1977. Hoy está todo mejor organizado, sin
embargo, todavía hoy pienso a veces en aquel primer envío, en aquel año, el
primero. El año en el que algunos probamos por primera vez ese brebaje
envenenado que es el sentimiento de amor al prójimo, el sentimiento de ayudar al
hermano necesitado. Ese brebaje es muy peligroso, una vez que se bebe el primer
trago, ya es muy difícil la vuelta atrás, como dice la canción "no puede
volverse atrás, ni aunque los tiempos se vuelvan", por eso 1977 fue el año que
vivimos peligrosamente, porque "Él no vino a traer la paz sino la espada " (Mt
10,34). “
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